Por Nelson Ventura. CNP 26471 31/1/24
Con el cuento “La Carretera del Progreso” el periodista y escritor amazonense José María Ventura hizo suyo el primer premio del Concurso de Cuentos Padre Ramón Iribertegui, realizado en su primera edición en diciembre pasado.
Los cuentos de “Ayacucho Ciudad de Leyendas” de José Rosario Escobar Maroa y el “Misterio del Cerro Perico” de Magno Alejandro Barro Borges, lograron el segundo y tercer premio.
El Dr. José Luis meza informó que fueron 43 participantes de los que clasificaron 18 y de allí los tres ganadores.
Esta ha sido una importante actividad cultural en ocasión al Centenario de la Ciudad de Puerto Ayacucho que estimula la creatividad de la población.
Acá publicamos el cuento ganador;

LA CARRETERA DEL PROGRESO

-“¡Hasta aquí, llegó esto Tarazona, me cansé de Funes!”, dijo el Benemérito, apoyando las manos sobre el bastón.
-“Guá, mi general ¿y por qué?, recuerde que es un aliado del proceso. Y en ese monte, donde ronca el tigre y salta el cunaguaro jugando con la pantera, no hay más gato que se meta en ese barullo, que mi coronel Funes.
-Tú no sabes nada de política Tarazona. Mejor es que te calles y me dejes pensar bien cómo hacerlo salir de su cueva.
El general Juan Vicente Gómez había comenzado a gobernar al país desde 1908 cuando obligó a su compadre y compañero de luchas Cipriano Castro, beber el amargo elixir del exilio. Desde allí, hasta 1935, gobernará a Venezuela como su hato ganadero.
El diálogo entre el general y el soldado se daba casi al anochecer en la fresca finca ubicada en los Valles de Aragua en la ciudad de Maracay. Una de las tantas propiedades que poseía el general Gómez.
-Yo sé que no sé nada de política, mi general; pero alguna vez escuché del doctor Vallenilla Lanz decir algo así como “sólo sé que no sé nada”, para responder una pregunta a un periodista gringo, cuando le preguntó por las propiedades que usted tenía aquí en Venezuela, mi general.
-¡Umju. Esos gringos siempre metíos donde naiden les a llamao, caracho!
-Mire mi general, y que piensa hacer con ese tal Funes. Ese hombrecito sí que es cuatriboliao por según lo mientan.
-Fíjate bien Tarazona, ya me diste una idea. Por el monte hay un tigre con hambre. A ese animal, no le voy a tirar mis perros ni ahuyentarlo con pólvora. Simplemente dejaré que se meta en la cueva del otro tigre y se maten entre ellos. A ver qué resulta. Y si alguien me pregunta por el muerto les diré: sólo sé que no sé nada. Je, je, umju. ¡Cómo la vez?
La pregunta del Benemérito dejó perplejo al soldado, quien se levantó de la silla y dio tres pasos con las manos juntas detrás de la cintura, cabizbajo y pensativo. Al momento contestó.
.-Mi general, piensa invadir la cueva de Funes con su enemigo, el general Arévalo Cedeño.
-¡Chiito!, Tarazona, que las paredes escuchan y luego hablan.
El general Emilio Arévalo Cedeño era un llanero guariqueño que se había alzado contra la dictadura de Juan Vicente Gómez. Desde 1904 con apenas 22 años se trazó como filosofía de vida que no había nacido para ser esclavo sino para ser hombre libre. De allí que dedicó toda su vida a combatir la tiranía gomecista desde los llanos y los montes.
Tomas Funes, por su parte, fue un mirandino que, intentando buscar el Dorado en las selvas amazónicas, se adentró en ellas para no salir jamás. Tenía alma de aventurero y el corazón lleno de ambiciones. Su nombre aparece por primera vez en la historia en 1892 al lado del caudillo regional Lorenzo Guevara, su medio hermano, peleando a favor de Andueza Palacios. Luego volverá saberse de su nombre en 1899 cuando al lado del mismo caudillo lo acompaña en el combate del Morichal, comandados por el general Ignacio Andrade. Como se ve, Funes era un hombre de armas tomar. No se dormía en los laureles.
-¿Te dormiste, Tarazona? No se te oye ni el ronquido. Mire mijo las estrellas, piense en el más allá.
El Benemérito le movió la silla de cuero con el bastón, a lo que el soldado, presto y con los ojos bien abiertos como un tigre esperando la caza para dar el zarpazo, le contestó.
-No mi general. Estaba pensando en ese monte. Allí sí hay trabajo. El caucho, el balatá, el pendare, el mismo oro mi general…lo que cuentan los que vienen de allá no son cuentos mi general. Lo malo es que hay que ir con un pelotón bien equipado para salir vivo.
-No seas toche mijo, allá lo que valen son los cojones. Usted cree que Funes llevó un pelotón al Atabapo. Solamente llegó con una muda de ropa y la ambición entre la mente y las manos.
-Bueno mi general, ahora sí me está entrando el sueño.
-Duerma no más mijo. Descanse, que mañana la faena es larga.
El apacible silencio que adornaba la fresca noche se inundó repentinamente del ruido de un concierto de silbidos, croares y cantares de diferentes especies animales. El Benemérito afincó bien el tacón de su bota izquierda y con el bastón en su mano derecha se levantó firme y llamó a los demás soldados para que le prepararan la cama.
Los días y noches trascurrían con demasiada prontitud. Las noticias que llegaban al Palacio de Misia Jacinta desde el viejo Cantón de Río Negro no eran claras. La noche del 13 de mayo de 1924 le dio dolores de cabeza al Benemérito.
-Mire Tarazona, ¿usted sabe leer y escribir? Preguntó el Benemérito, mientras el soldado, atribulado por la pregunta, balbuceó su respuesta.
-No, no mi general, pero tengo la puntería fina. Esa es mi firma.
-Umju. Así es mijo. Eres un vivaracho para contestar.
-Mire mi general, y a qué viene esa pregunta. ¿Quiere que le lea el periódico, o una carta? ¿O será que Juanita le mandó un recao?
-No mijo, nada de eso. Lo que pasa es que Funes me ha estado enviando cartas, me las leen pero no las entiendo. Sólo agarro entender que dice ser mi amigo. Pero, ¡amigos como ese, bien lejos!
-Supe lo de la matazón del Atabapo, mi general. Pobre Pulido y esposa. Que cobardes son, mi general.
-Así es la cosa, Tarazona. Pero ese tigre cree que se va a encebá. No jile, compa, a cada ganao le llega su día.
El 8 de mayo de 1913 en San Fernando de Atabapo se vivió una de las noches más largas en pleno invierno. El gobernador Roberto Pulido se aprestaba a dormir luego de un fatigoso día de trabajo. Con el pequeño hilo de frío que entraba por las ventanas de tela metálica, apenas pudo conseguir cerrar los ojos, después de escuchar caer la tenue llovizna sobre el techo de zinc. No le dio tiempo de dormir plácidamente, cuando una bala atravesó su corazón. La mañana del 9 de mayo, todo era confusión, caos, angustia, amargura. Sólo una persona mantenía la calma y la serenidad.
Era un hombre de mediana estatura, de rasgos morenos, usaba bigote recortado al estilo de la época y vestía vistosamente trajes de lino bien planchados con botas de cuero negro. Había nacido en Barlovento, en la población de Río Chico. Se hacía llamar coronel Tomás Funes.
Mientras se rasgaba el bigote, escondía una sonrisa tímida detrás de sus manos. Sus vivos ojos no perdían un detalle de lo que veía, ni sus oídos dejaban escapar los comentarios que los curiosos allegados vociferaban.
Aquella mañana en el Palacio de Misia Jacinta el doctor Laureano Vallenilla Lanz leyó la carta en voz alta. El Benemérito, con guantes en ambas manos sostenía un pocillo de café humeante y era todo oído.
“…Le hice entrega formal del Gobierno Provisional existente en esta tierra, al señor General Abelardo Gorrochotegui, designado por Ud. para regir en los sucedido su destino. (…) Puede Ud. descansar en el convencimiento de que la paz del Territorio no será por ningún motivo alterada, ya que el lúcido criterio y las sanas intenciones del General Gorrochotegui, nos prometen una era de orden y tranquilidad pública.
Su atento s.s. y amigo obsecuente.
Tomás Funes.”

En la noche de tertulia con Tarazona, con quien más gustaba conversar, el Benemérito, comentó la carta.
-Mire mijo, el tigre mordió la carná. Y que según la carta, le entregó el mando al compadre Gorrochotegui. No sabe que es un espía que le mandé para que le dé información al bando que le va a curucutiá la cueva.
La noche caía lentamente sobre el Casanare. El viento frío helaba las venas. Estos 193 hombres en vez de estar emparrandados en espera del fin de año, sólo apresuraban los equipajes y logística que los llevaría Orinoco arriba, en búsqueda de la cueva del Tigre de Río Negro: Tomás Funes. Era el 31 de diciembre de 1920.El feliz año se lo dieron a mitad de camino. A pesar de perder armas y comida por un violento choque de una de sus embarcaciones, el viaje continuó. Atrás quedaba la supuesta traición del general Alfredo Franco y la pérdida de 360 quintales de balatá decomisados a la gente de Funes. Atrás también quedaba la escaramuza entre Arévalo Cedeño y Pedro Pérez Delgado “Maisanta”, por la insubordinación del último hombre a caballo.
Ahora lo que importaba era el objetivo militar planeado. Los raudales de Atures y Maipures no fueron obstáculos para los guerrilleros. A pesar del frío, el hambre y las penurias, no había cabida para el abandono. “No conozco a nadie que abandone una causa tan hermosa como la Libertad”, dijo con la mano en el pecho el general Emilio Arévalo Cedeño, mientras daba ánimo a sus remeros y amigos.
Con toda la información que le fue suministrada por el general Abelardo Gorrochotegui, sobre Funes, Emilio Arévalo Cedeño pudo trazar la estrategia para llegar por sorpresa a la guarida del enemigo solapado del régimen gomecista. La pica de Tití fue el camino que tomaron los subversivos para sorprender a Funes, apresarlo, someterlo a un Consejo de Guerra y fusilarlo en la plaza Bolívar de Atabapo, la mañana del 30 de enero de 1921. También valió mucho oro la información suministrada por el comerciante Antonio Levanti.
-Mire Mijo, hágame un favor. Llámeme al doctor Vallenilla.
-Con gusto mi general, dijo con fuerte voz el soldado Tarazona.
El hombre atendió al llamado raudo y veloz.
-¡Ordene mi general! Exclamó con tono melifluo y acaramelado, el siempre bien trajeado y mejor peinado Ministro Laureano Vallenilla Lanz.
-Mire doctor, usted ya conoce la noticia de Atabapo. El Tigre fue muerto. Fusilado. Ahora bien, desempolve el proyecto de carretera que hizo el afrancesado Guzmán Blanco, actualícelo y ordene de inmediato la construcción de la carretera para burlar los raudales de Atures. Traiga cuanto antes el decreto pa´ firmarlo.
-Entendido mi general, ya lo tengo todo listo, recuerdo que fue el decreto N° Nº 1.962 del 11 de febrero de 1876, contestó contento Vallenilla Lanz.
-Está bien doctor. Yo no sé de fechas ni de números de decretos, usted sólo hágalo y tráigalo para firmarlo. ¡Ah!. Se me olvidaba. Despache también una carta al doctor Santiago Aguerrevere para que se encargue de estudiar el terreno por donde trazará la carretera.
-Sus mandatos y órdenes son letra impresa mi general, dijo el doctor Laureano Vallenilla Lanz y, haciendo un ademán de agradecimiento y saludo, se retiró del despacho.
El vapor “Arauca” estaba repleto de toda la indumentaria técnica que necesitaría el ingeniero Santiago Aguerrevere para comenzar a construir la carretera. Entre papeles de cebolla, especial para hacer planos, llevaba resguardado el decreto N° 14.796 con fecha 3 de septiembre de 1924 firmado por el General Juan Vicente Gómez.
-Doctor, conoce Ud. el Amazonas venezolano, preguntó Aguerrevere al galeno Luis Ignacio Méndez Llamozas.
-No, doctor. Leí alguna vez en una revista algo que escribió Humboldt, pero no tengo más conocimiento de esa zona. Me dicen que eso es puro monte, culebras e indios con guayuco y flechas.
-No tanto así, doctor, yo he estado allí en tres ocasiones y nunca he visto un indio con guayuco.
A La conversación se unió el joven Luis Rivas Montaña, un discípulo de Aguerrevere, a quien el ingeniero le tenía alta estima y lo había incluido en el proyecto como un pasante.
El “Arauca” partió lentamente bordeando las costas de La Guaira, rumbo a Trinidad. De Allí llegaría a Ciudad Bolívar, para luego pasar a puerto Perico.
La mañana del 9 de diciembre de 1924, ancló Aguerrevere en el puerto llamado “Perico”, justo cuando se celebraban los 100 años de la gloriosa Batalla de Ayacucho, por tal motivo el doctor Santiago Aguerrevere, bautizó con el nombre de “Puerto Ayacucho”, el sitio desde donde trazaría la carretera encomendada por el Benemérito. “Ese día, Santiago Aguerrevere con simbólica postura, pico en mano, rasga las entrañas de la tierra misma, inhóspita y bravía, y sobre el surco abierto, cae la semilla del progreso: la carretera –vía de enlace con el Alto Orinoco- Río Negro, y al instante nace Puerto Ayacucho, la capital más joven de Venezuela.

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