Por Ricardo López

Por
Ricardo López
En la bulliciosa ciudad costera de Puerto La Cruz, dos personajes singulares iluminaban el Paseo Cristóbal Colón con su voz y un viejo envase de pintura convertido en tambora. Jimmy y Cristian, antiguos cantantes de una orquesta famosa, habían caído en la trampa del alcohol, desterrando su antigua gloria al reino de los sueños efímeros.
Un día, en el terminal de autobuses, me topé con Jimmy. Sorprendentemente, estaba sobrio, algo que nunca había presenciado antes. Me contó que había dejado el alcohol tras una experiencia aterradora.
Ansiaba escuchar su relato, y así lo compartió:
Era una mañana como cualquier otra en el Paseo Colón junto a Cristian. De repente, divisé a lo lejos un grupo de Guardias Nacionales que me perseguían con sed de venganza. Mi corazón latía desbocado mientras corría desesperado desde el antiguo Hotel Meliá hasta el Hotel Rasil, en una carrera interminable de tres kilómetros. En mi mente resonaba el pensamiento: Si me atrapan, me destrozarán.
Seguí corriendo, indiferente a los comentarios de la gente que me creía loco. Mi única meta era alcanzar el muelle donde los ferris partían hacia Margarita, donde me sentía seguro. El ruido de los motores marítimos inundaba mis oídos, y una voz susurraba: Lánzate al mar y serás rico al tocar el barco.
Los Guardias Nacionales se aproximaban con miradas asesinas, sentía calambres y agotamiento, pero nadé con todas mis fuerzas a través de una laguna de aguas negras, que parecía un lago nauseabundo.
Llegué a la orilla, con el rostro salpicado por las impurezas, pero el asco palidecía ante el temor de ser atrapado.
Un monte de arbustos y tierra seca se erguía ante mí, y lo ascendí como Stallone en Rambo. Cuando estaba a punto de llegar a la cima, todo se volvió oscuro. Me desplomé entre piedras, arbustos y lagartijas.
Al despertar al día siguiente, no sabía si había sido una pesadilla o los efectos del ron Mesquinao que había bebido. Los cantos de los pájaros me aseguraron que todo había pasado. Pero la persecución de los guardias comenzó de nuevo. Sin zapatos y con harapos, retomé mi carrera por el monte.
Desde la cima, divisé la Intercomunal, la arteria vial más importante de la ciudad. Corrí hacia ella, por la isla de la vía rodeada de arbustos verdes y aspersores. Aunque parecía encontrar una paz momentánea, pronto fui sumido en la oscuridad una vez más.
Cuando el agua de los aspersores me despertó, se formó un arcoíris tenue en el aire, como una promesa de paz con los guardias. Pero me equivoqué. El árbol frente a mí habló, pronunciando palabras amenazadoras. De su boca emergió una criatura que mezclaba cerdo y jabalí, del tamaño de un elefante, hambrienta y dispuesta a devorarme. Sin fuerzas y desnudo, reinicié mi frenética carrera por la avenida, deteniendo el tráfico y provocando el caos. La gente gritaba pidiendo que me detuvieran, que llamaran a los bomberos.
Los bomberos llegaron, pero mi agilidad superaba la suya. Corría más rápido de lo que podían alcanzarme, hasta que mi cuerpo exhausto colapsó y perdí el conocimiento. Me llevaron de urgencia al Hospital Universitario Razetti, donde pasé muchos días sumido en un sueño reparador, como en un estado de coma. Recuerdo…
Solo a mi madre la recordaba en sueños, acurrucándome y quitando los piojos de mi cabeza con sus manos suaves, mientras entonaba una canción de cuna que curaba mis heridas y reconfortaba mi alma.
Me hablaba con ternura: Hay tres cosas que son permanentes: la confianza en Dios, la certeza de que cumplirá sus promesas y el amor. Y de estas tres, el amor es lo más importante.
Cuando desperté, el médico me dijo: Si vuelves a beber, estás condenado. Tú eliges entre la vida y la muerte. Yo elegí la vida.

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